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22nd Sunday in Ordinary Time (Spanish) - August 28, 2022

Queridos amigos,

Si hay algo que escuchamos regularmente en nuestras conversaciones, obviamente es esto: “No necesito que nadie me diga cómo vivir”. Y uno puede verse tentado a ver en el evangelio de hoy una lección moral de Jesús. Seamos claros aquí: Jesús no está tratando de enseñarnos buenos modales ni cómo evitar la vergüenza en un evento. Más bien, nos está enseñando lo que es importante para entrar en el reino de Dios. Él dice: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”. Jesús está hablando de dos actitudes diferentes que pueden llevarnos a una relación profunda con Dios oa una vida de alejamiento de Dios, a saber, la humildad y el orgullo.

El orgullo, como podemos recordar, fue el primer pecado. El que rompió la relación entre Dios y el ser humano que Él creó a su imagen y con el que quiso compartir su propia vida. El pecado vino cuando se les dijo a Adán y Eva que “serían como Dios, sabiendo todo, tanto el bien como el mal”. La humildad, por el contrario, se destaca en las Escrituras como una puerta que abre a todas las demás virtudes ya una relación honesta con Dios. Por eso Jesús nos la enseña incansablemente e invita a cultivarla en nuestra vida dándonos su propio ejemplo. Él dice: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.

Pero, ¿es el orgullo siempre algo malo, uno puede preguntarse? Yo diría que no. Esto se debe a que tenemos dos tipos de orgullo. El primer tipo de orgullo es el que llamamos “orgullo saludable”. El orgullo saludable nos hace honestos acerca de los dones que Dios nos ha dado. El orgullo saludable nos hace reconocer todo esto como proveniente de Dios y agradecidos por ello. Es un sano orgullo que nos permite desarrollar y usar nuestros talentos, compartir con los menos afortunados y reconocer el origen de todas esas bendiciones porque son regalos de Dios para nosotros. La otra cara del sano orgullo es la verdadera humildad que nos hace reconocer honestamente nuestra dependencia de Dios, siendo conscientes de nuestras fortalezas y capacidades, de nuestras debilidades y defectos. La verdadera humildad nos hace levantar los ojos, el corazón y el alma hacia Aquel que nos creó y del cual no hay vida, es decir, Dios.

El segundo tipo de orgullo es lo que llamamos “orgullo enfermizo”. Este tipo de orgullo trata de convencernos de que somos perfectos y nos hace menospreciar a los demás como inferiores a nosotros. El orgullo enfermizo nos hace pensar que no necesitamos tanto a Dios porque tenemos nuestras propias capacidades para cuidar de nosotros mismos. Confiamos en nuestra posesión para obtener todo lo que queremos y para “comprar incluso la vida”. Malsano hace pensar que somos imparables. El orgullo enfermizo hace que menospreciemos a otros que se consideran menos brillantes, talentosos, atractivos o ricos que nosotros. Es este tipo de orgullo el que nos hace estallar de ira y mostrar todo tipo de mezquindad ante nuestra incapacidad para realizar nuestras propias expectativas. El orgullo malsano está intrínsecamente conectado con la falsa humildad donde actuamos humildemente con una agenda oculta. La falsa humildad también se demuestra cuando corremos tras rondas de aplausos y hambre (sed) de felicitaciones después de plantear un buen acto. La falsa humildad nos enfada cuando no somos reconocidos o cuando nadie nos dice lo grandes que somos. ¿Dónde te encuentras en esta descripción? ¿Y qué dirección decides tomar de ahora en adelante? ¿Oíste esta invitación de Jesús: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”? Sigamos orando unos por otros y por nuestra familia parroquial.

P. Emery

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